Chúpate ésa, Harry Potter

El pasado lunes estuvimos visitando la Niten, una exposición de artistas de todo Japón que se celebra anualmente en el museo prefectural de Tokio; el abanico de géneros abarca pintura, escultura, cerámica, caligrafía y algunos tapices. Es esta exposición la que da pie a la última historia de El olmo del Cáucaso de Jirô Taniguchi.
Se extiende por varias plantas del museo y realmente es para echar la tarde. Y como no, entre tantísimas obras hay algunas maravillas. Si encima le sumamos que fuimos con invitaciones, no podía ser mejor.
Sin embargo, el verdadero espectáculo sucedió en el preimero de los trenes que cogimos de vuelta, enlazando Ueno con Ikebukuro. Con mi legendaria imparcialidad les relataré los hechos para que juzguen ustedes mismos.
(La mayoría de) los trenes y (todos los) metros en Japón tienen los asientos dispuestos longitudinalmente al vagón (en filas pegadas a la pared), así que tienes una buena panorámica de la sociedad, que abarca desde los que aprovechan para echarse una cabezadita hasta las señoritas que se maquillan hábilmente, pasando por los lectores de manga, los estudiantes ferroviarios y los moviladictos (los más habituales).
Un especimen sin catalogar tomó asiento enfrente de nosotros: Una señora que rondaría los 40 años de edad, y con un aspecto que, de tan normal, rondaba ligeramente la vulgaridad. Tras acomodarse abrió su bolso y sacó un pañuelo de papel del que arrancó una tira. Y ahí empezó el ritual: chupando levemente su índice derecho, cual aguerrida lectora de periódico, comenzaba a enrollar la tira hasta formar un churrillo blanco. Formada la herramienta, se la introducía en el oído, la hacía girar y, tras sacarla, la guardaba dentro del bolso. Acabado el proceso, volvía a rasgar el susodicho pañuelo y a elaborar el churrillo una y otra vez. La última, eso sí, dejó el churillo en el interior de la oreja aproximadamente un minuto, antes de decidirse a "guardarlo" en el bolso.
Hasta ahí podría pasar por un ejercicio de exhibicionismo higiénico, pero lo más inquietante era que cada vez que pasaba alguien por delante interrumpía su tarea, extendía los dedos índice y corazón de la mano derecha, hacía un círculo en el aire, como tomando impulso, que terminaba con un hábil movimiento de muñeca, lanzando toda la mano en la dirección en la que había pasado el individuo. Todo ello sin perder la compostura, y con la calma de aquel que repite un gesto conocido, íntimo.
A veces, antes de comenzar a trazar el círculo, se ponía la mano encima de la cabeza y se pasaba la palma extendida por delante de la cara. No pude averiguar de qué dependía, lo siento.
Una vez cumplida su misión, volvía a sus churrillos, hasta que alguien se decidiera a pasar.
Tenía gran curiosidad por saber si exportaba el gesto a su vida cotidiana y lo repetía para cada persona con la que se cruzaba por la calle, o sólo cuando tomaba asiento en el tren; y cuál fue mi alegría al comprobar que bajaba en la misma estación que nosotros. Mas lo hizo por otra puerta, y la perdí entre la multitud... o tal vez desapareció.
Locura, secta, alta magia... ustedes me dirán.

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